FERNANDO GÁLVEZ

VIAJE PICTÓRICO HACIA LA ESENCIA NATURAL

Algo muy importante en el conjunto de la obra de Ernst Saemisch, es que a lo largo de su extensa producción de 65 años como dibujante y pintor, el 99 por ciento de sus obras fueron realizadas sobre papel en diversas técnicas. Hacer cientos de piezas en pequeño formato, trabajando pastel, crayola, acuarela, guache, tintas o simplemente carboncillo o lápiz nos hablan de una posición frente al arte que difiere de la de la mayoría de los pintores. Saemisch salía a buscar el arte a las calles de pueblos y ciudades, a la naturaleza montañosa de los Alpes suizos, al bosque de la Selva Negra alemana o al trópico de Guerrero en México, pero también a la cubierta de un barco o a las playas y océanos. El arte se encontraba en la vida misma y en las instantáneas de la muerte, el pulso de la existencia en su carácter intenso y efímero debía ser capturado en trazos veloces, fluidos y para lograr esa correa de transmisión el pintor no podía estar encerrado durante semanas abocado a un cuadro.

En un principio, cuando conocí la obra de este artista pensaba que las circunstancias de su vida, mismas que lo impulsaron a mover su residencia continuamente, lo habían empujado hacia los formatos pequeños y la materia de la celulosa en pliegos, pero después de estudiar sus obras por más de 30 años, llegué a la conclusión de que lo suyo era una posición deliberada, consciente y plenamente decidida por asaltar con la poesía visual el instante mismo en que sucedían los encuentros con los paisajes, las personas y los demás sucesos que recogió en sus obras. Inclusive si se dedicaba en su taller a trabajar pasteles sobre una temática vista o vivida en días anteriores, entonces lo que quería era registrar el fluir sensorial e intenso del pensamiento en el momento mismo en que va discurriendo, recordando, sintiendo.

Lo suyo era un desesperado intento por poner en la punta de los gises, los lápices, los pinceles o las crayolas el cúmulo de sensaciones que se van produciendo conforme uno se topa por ejemplo con un árbol, un árbol de otoño encendido por la luz solar, un árbol como un fogonazo orgánico en medio de la geometría urbana, un árbol que rompe la cuadrícula de los edificios y las rectas de la calle, que estalla y crepita en sus hojas doradas y que luego su forma cabe y se replica en cada hoja que lo conforma. La sucesión de ideas y sentires que se desatan ante el primer impacto se apura en los papeles, la decisión pictórica o dibujística no tiene manera de retractarse, como el mismo decía y ahora lo entiendo más que nunca: “Cada día en la pintura, es un salto al abismo.”

Si bien en la aventura formal que implica cada serie de Saemisch parecen resumirse una sucesión de vanguardias (cubismo, expresionismo, abstraccionismo, fauvismo, futurismo) antologando ciertas características y aportes de cada una, en realidad, todas ellas son utilizadas como herramientas subordinadas al impulso poético por capturar la vitalidad del instante, la esencia de la escena que es motivo de la obra, su partícula de vida, la magnificencia existencial que anida en cada breve momento.

Las aguadas eligen una imagen y evolucionan poéticamente, cada pliego se da un paso más en la metamorfosis del objeto, la persona o el paisaje elegido. Tropos de la poesía. El árbol en la luz termina siendo un vitral que integra la arquitectura urbana en una trama de rombos, el incendio arbóreo inicial ha mutado en un vocabulario cromático, formal, compositivo, en el qué árbol y paisaje citadino se funden para resumir toda la atmósfera de la visión primera en una solución eminentemente poética que resuelve la contradicción, árbol y urbe ya no contrastan sino se fusionan en una imagen totalizadora.

Las tintas trabajadas al modo del guache o de las aguadas, si bien tienen obras excepcionales en diversos momentos del arte europeo, donde realmente han tenido un desarrollo muy extendido es en China y el arte asiático en general. Saemisch trabó amistad en la Academia de Arte Estatal de Kassel (1920) con un compañero chino quien le acercaría al arte de su país y me atrevo a decir, con ello le enseñaría más que todo lo aprendido en esa academia. La posición creativa que he descrito en párrafos anteriores, así como esta utilización frecuente de las aguadas y del papel como soporte, parecen tener más empatía con las ideas clásicas de las disciplinas artísticas asiáticas, aunque en términos de solución estética, Saemisch eche mano de las corrientes artísticas de vanguardia europea que se encuentran desarrollándose en su momento histórico.

Alemania durante la República de Weimar era epicentro de una riquísima vida intelectual, artística y científica. Las galerías de las ciudades alemanas y las revistas y editoriales, recogían a lo mejor del arte de vanguardia alemán y de todo el continente. Saemisch visita las exposiciones con tanta emoción y empatía que rápidamente busca escapar de las asfixiantes premisas de la Academia y se inscribe a la Bauhaus de los primeros años, la escuela de las vanguardias europeas por excelencia, en sus obras de ventanas y urbes, se adivina la profunda huella de su maestro Lyonel Feininger por ejemplo, quién realizara el grabado de La Catedral Socialista que acompaña el manifiesto fundacional de la Bauhaus. Así también, el trabajo en series y pequeños formatos, pareciera enlazarse a las enseñanzas Paul Klee, quien todavía no era un profesor de planta en la escuela, pero que ya daba pláticas, conferencias y lecciones en cada acercamiento que hizo con el director Gropius para negociar su contrato.

Insisto, Saemisch recorre cuanta exposición puede ver y va a atesorar toda su vida los catálogos de artistas como Munch quién marcaría muchas de sus primeras creaciones o de Alexej von Jawlensky, artista expresionista ruso quien realizara una larguísima serie sobre el rostro femenino, durante años, pasando del expresionismo a la simplificación geometrista hasta casi la abstracción. Estos libros guardados por la viuda y el hijo de Saemisch en la fundación que impulsa el conocimiento de su obra en México, son ediciones históricas que registran o las exposiciones o las ediciones primeras que se hicieron de estos creadores, y fueron guardadas por Saemisch aún y cuando tenerlas significaba arriesgar la vida durante la dictadura Nazi, pues Hitler había catalogado a todo el arte de Vanguardia como “Arte Degenerado”. Luego entonces, Saemisch mismo era un artista degenerado, pues sus posiciones estéticas, sus influencias, su escuela de la Bauhaus, eran producto de la idiotez, la locura, la depravación y la decadencia según los parámetros de la inmensa exposición que Hitler hizo con este tema con un doble propósito: exhibir según él la degeneración moral de este arte y del arte de los pueblos de África, Asia y América, organizar algunas quemas públicas de cuadros y sobre todo libros, y vender a sus enemigos igual de degenerados, las colecciones de ese arte para sacar esa contaminación espiritual del país y para financiar su proyecto bélico.

Las piezas de Saemisch muestran con claridad su oposición a las absurdas ideas totalitarias, racistas y reaccionarias del Führer. No sólo en sus retratos demoledores de los miembros de la jauría Nazi, sino en su crítica a la pena de muerte con su serie de los electrocutados y como dije, en el conjunto de su obra en diálogo con las pinturas de Picasso, Kandinsky, Paul Klee, Matisse, Cézanne, Ernst Ludwig Kirchner y toda la pléyade de nombres que lo impactaron y le enseñaron a configurar su propio pensamiento estético y su propuesta plástica. Por ejemplo, en la ya mencionada serie de árboles echa mano tanto de Mondrian como de su tocayo Ernst Ludwig Kirchner, el líder del grupo expresionista del El Puente. Saemisch mira la exaltación que hace Kirchner de la ciudad a través de los transeúntes en las calles, aprovechando y exagerando los ángulos y elementos arquitectónicos para transmitir el dinamismo de la urbe y utilizando los trajes y zapatos y sombreros de moda, como materiales para agudizar la vitalidad urbana; pero Saemisch transforma la lección en otra cosa, ya no le interesa la intensidad de la vida urbana, lo que quiere es destacar los elementos de la naturaleza que sobreviven en mitad del diseño urbano: “la verdadera vida sobrevive en ese árbol”, parece decirnos, y lejos de vitalizar la ciudad artificial y artificiosa, utiliza la urbanística para contrastar lo orgánico e incendiado de vida, poesía y espíritu que siempre está en la naturaleza. Lo natural es la esencia de todo porque todos somos parte de la naturaleza.

Si en su series de banderas parecieran haber influencias tanto de las utilizaciones cromáticas como formales de los danzantes de Matisse, lo que a Saemisch le interesa es pintar el baile del viento y aunque utilice una bandera fabricada por el hombre para poder plasmarlo, lo que le apasiona es poder hacer visible la naturaleza del aire, las ráfagas danzarinas, así como también en otras series hace visibles las corrientes a través de la agitación de arboledas.

El ser humano le parece un actor secundario de la vida, inclusive hay etapas en que deja de abordarlo, y muchas veces, cuando lo exalta es cuando lo fusiona con algún aspecto del universo natural, como en la serie Pesca Maravillosa, donde los pescadores van evaporándose para diluirse en el mar y condensarse en la luz y la atmósfera; la actividad de la pesca entreverada con el mar, sus olas y sus peces, el cielo y las aguas marítimas unidas por las luces celestes y el horizonte, la tierra a su vez internándose en las aguas saladas, el vaivén del oleaje y del movimiento de la pesca, todo se convierte en un lenguaje poético de colores que devuelve lo humano a disolverse en los elementos de la naturaleza: líquido y ritmo oceánico, aire y atmósfera lumínica, playa, tierra hecha arena acariciada por espumas, fuego solar convertido en cristales iluminados en partículas de color que se alternan con los brillos irisados de los peces.

Cuando Seamisch al fin se escapa de la vida, lo hace a través de piezas cósmicas, muy lejos han quedado los miedos a la muerte, los gritos, el terror de las Guerras Mundiales; todo su trabajo camina nada más entre sus rojas montañas expresionistas que luego parecieron cristalizarse en azules y blancos en sus cumbres a causa de la nieve, atrás también están los inmensos corrales hechos con piedras que dibujan signos sobre el lomo de las cordilleras, la densidad umbría y aromática de la Selva Negra de su infancia y de la finca familiar; avanza entre más montañas revisadas una y otra vez por los pinceles como lo haría Cézanne, pero si el maestro francés quería hacer del Monte Santa Victoria un objeto pictórico, Saemisch quiso hacer de su pintura un espacio de manifestación orgánica del paisaje natural. El lago de Valle de Bravo visto desde las alturas, su espejo de celajes, los haces de luz cayendo y materializándose, haciendo tangibles los rayos del sol en temperaturas traducidas a tonos translucidos de acuarela.

En México, durante sus últimos años de vida, la compenetración con la naturaleza le parece tan al alcance de la mano, que le permite regresar a temas humanos para engarzarlos con los elementos de la naturaleza, como ya quería hacer con los campesinos y marineros Europeos desde su juventud pero que ahora se le facilita la manera para conseguirlo, sus manos son sabias, su mirada sabe ver hacia adentro y las vistas del paisaje se cosechan en su mente y en sus entrañas, su impulso ya no se detiene en la carrera de saltar al vacío del papel, ahora los colores manan; las líneas, los temas, las composiciones llegan a un orden universal, trascendente, y su poesía obedece a todo lo que deseó expresar.

Él mismo es ya materia cósmica, en vez de saltar, nada ya en el todo natural.

 

FERNANDO GÁLVEZ DE AGUINAGA