Semblanza

Conocí a Ernst en 1961, en la inauguración de un teatro en Munich. Su rostro entre la multitud me impresionó tanto que un temblor me sacudió. Más tarde, lo reconocí sobrecogida cuando nos presentaron. Esa misma noche comenzó una serie de encuentros marcados por el maravilloso descubrimiento de una mutua afinidad. A los dos años nos casábamos y meses más tarde emprendíamos el viaje a México (“esa grandiosa y conmovedora tierra”), mi lugar de origen, donde cautivado por él, permaneció hasta su muerte en 1984.

A su lado aprendí que para él pintar era un compromiso con la vida, una confesión de responsabilidad frente a ella; que ser pintor era solo una dimensión más concreta de ser hombre; aprendí que, al entregar su vida al arte, pintar nunca le fue más esencial que vivir.

Entendí también que para Ernst esa realización exigía siempre enfrentar la gran Incertidumbre.

Ella alimentó su arte y también su alegría de amar. Marcó, asimismo, la gran humildad de su actuar: “Me convertí en testigo responsable, tratando de adivinar de dónde vengo y adónde voy”.

Gertrudis Zenzes

“Me convertí en
testigo responsable,
tratando de adivinar
de dónde vengo y
adónde voy”.

Ernst Saemisch nació en la Alemania Central, en Moers, en 1902. Su niñez transcurrió cerca de Friburgo, ciudad sureña, punto de convergencia de Alemania, Francia y Suiza, lo que influyó en la amplitud de miras de la familia. Vivía con sus padres en Güntherstal, en una villa cuyos jardines se perdían en la Selva Negra. Ahí nació esa estrecha relación con la naturaleza que lo acompañó toda su vida, nutrió su quehacer artístico y sus concepciones sobre el arte.

El hogar paterno también le proporcionó un anclaje natural en la tradición europea. Descendientesde los Ranke y los Brentano, los padres llevaban una vida cotidiana avivada por intensos debates conprominentes filósofos, artistas y científicos que frecuentaban la casa. Su padre, Moritz Saemisch, hijo de Theodor Saemisch, fundador de la oftalmología moderna, fue ministro de Hacienda durante la República de Weimar. Su madre, quien pintaba con fácil inocencia, lo inició en la pasión por la creación artística.

El idilio familiar se quebró con el estallido de la Primera Guerra Mundial. Su padre lo llevó a repartir medicinas en los improvisados hospitales de campaña. Ernst siempre le agradeció esta temprana y cruel experiencia, con la convicción de que la capacidad creativa debe templarse en la confrontación con la realidad.

En la Navidad de 1917 muere su madre. Ingresa como interno a una escuela internacional en Suoz, Suiza, país neutral durante la guerra. En ese ambiente de amplitud y libertad, mitiga el dolor de la orfandad con el cálido encuentro con Einstein, con quien solía hacer largos paseos en esquí, avivando el recuerdo de su tierna amistad con Haber y Nernst, Premios Nobel de Física. Esta cercanía con la ciencia dejaría su impronta en la obra pictórica de Saemisch.

La visita a una gran exposición de la nueva pintura francesa en Zurich le causa un profundo impacto. Descubre “el gusto por la vida y la alegría desbocada de los impresionistas, y la sobriedad de los cubistas”. Logra “presentir la magia encendida del azul, el rojo y el amarillo… esa fuerza capturada en el misterio de lo indecible”.

De regreso a Alemania en 1919, encuentra un país marcado por cuatro años de guerra y derrota. La estructura social y espiritual había sido sacudida desde sus cimientos y se hacía presente una realidad de miseria y muerte. La crisis económica lleva a Saemisch a iniciarse como escritor, publicando artículos y ensayos sobre cultura y política, mientras pinta y hace grabados. De entonces se conserva su primer grabado en madera, contrario al caos y decadencia reinantes.

En el expresionismo, oscuro y grandioso oponente de la cultura del buen gusto, Saemisch encuentra una forma de expresión afín. Implicaba una renovación no solo estética, sino en todos los campos humanos; propugnaba una forma de creación desde el interior del hombre: el artista se concebía a sí mismo al servicio de un asunto sagrado. Esta concepción del arte y la actitud vital que la respaldaba la asumió Saemisch entonces y para siempre. La obra de toda su vida conservaría la impronta de este movimiento: así, su pasión por los contrastes, su rechazo a lo difuso, la prioridad del alma y del sentimiento sobre la fría racionalidad, su aliento metafísico y su impulso libertario.

Saemisch se decide por la pintura como profesión e ingresa a la Academia de Arte de Kassel, donde pronto lo defrauda el rígido academicismo. Al dar a conocer su postura crítica en la prensa, es expulsado de la Academia bajo amenaza de empleo de la fuerza pública. En esta escuela, sin embargo, el encuentro con un joven pintor chino, su compañero de atril tiene importantes consecuencias para su quehacer artístico. Saemisch mismo relata: “A su lado aprendí a sentir la totalidad siempre amenazada en que se sustenta la gran cultura china; a conocer su arte, especialmente la pintura a Tinta, tan espiritual, a veces de un delicado lirismo; aprendí a distinguir la maravillosa sensibilidad de la línea que somete a la fuerza del vacío”. Desde entonces, en las diversas etapas de su quehacer artístico, irá profundizando su vínculo oriental, concretado en el empleo preferencial del pincel, la Tinta y el papel japonés.

Habiendo salido de la Academia, el camino que se le abre es hacia la recién fundada Bauhaus, en Weimar. Aquí encuentra Ernst el clima espiritual y humano preciso para fortalecer la búsqueda en la que se encontraba comprometido e inicia la conquista de ese amplio espacio que se abría entre la pintura de la figuración y la pintura abstracta. En la convivencia íntima y tierna con Feininger, y sobre todo con Paul Klee, impregnado del arrojo de Kandinsky, fortalecido en sus ideales por Gropius, conducido con una didáctica magistral por Itten y resguardado por el espíritu comunitario de signo medieval que reinaba en la Bauhaus, puede iniciar ese paso a la libertad interior que lo llevaría más adelante al encuentro de su propio estilo.

“Siento el impulso
de alcanzar el orden
íntimo de las cosas;
un orden anterior
a toda estética; un
orden relacionado
con la genealogía
del hombre”

En una súbita visita a Hamburgo, lo seduce la amplitud del mar y se embarca como marinero en uno de los últimos barcos mercantes a vela; desde Escandinavia hasta África del Sur es el recorrido. Ernst lo hace acompañado de su inseparable paleta y las obras de Shakespeare.

“Es esta una época maravillosa y única, en cuyo marco me fui formando como pintor”. Los marineros lo han integrado a su grupo. En el comedor de a bordo circulan sus bocetos diarios de mano en mano. En esta comunidad encuentra profundizado el espíritu de solidaridad que lo había respaldado en la Bauhaus.

De regreso a Berlín, pasados unos años, empieza a exponer exitosamente sus trabajos y se sumerge en la floreciente vida cultural de entonces. En los museos descubre a los artistas italianos del Renacimiento temprano: Cimabue, Duccio, Giotto, e intuye la gran transformación que propugnaron: “Procurar y cuidar la unidad del mundo, verdadera misión del artista”.

Impulsado por la inquietud reinante, sale frecuentemente a recorrer el mundo, ejercitándose como periodista en Europa, la Unión Soviética y África del Norte. Sus vivaces relatos están bordados con miles de anécdotas: Lenin en Viena, impresionante de cerca; cautivadora la ternura de Gorki; sutil la poesía de los pescadores portugueses con los que aprendió a bailar la tarantela; maravillosa la percepción de otra dimensión del tiempo, observando los escarabajos en la arena del desierto, integrado a un grupo de beduinos a los que lo ligó un profundo respeto…

Su visión del mundo y su estilo artístico se fueron moldeando a lo largo de su vida. Ernst Saemisch se distanció completamente del irracionalismo y el nacionalismo que los nazis utilizaron para consolidarse. En contraposición a la evasión de las graves dificultades sociales, él enfrentó la realidad con lucidez y pasión, como lo expresó al decir: “El horror y la vergüenza me hacen titubear para correr la cortina que oscurece aquellos terribles tiempos de 1933 a 1945”. Debido a la crisis económica que dificultaba la exposición y publicación de su obra, optó por un empleo estable en la agencia noticiosa de Alemania, primero en el Wolfs Telegraphen Büro y luego en la Deutsche Presse Agentur, donde eventualmente llegó a dirigir la Sección Extranjera.

Desde este puesto, Saemisch presenció con dolor el deterioro de la vida intelectual y artística en Alemania, viendo cómo su espacio vital se estrechaba cada vez más. Las amenazas veladas le impidieron continuar pintando y su situación se volvió insostenible. Gracias a la intervención de amigos en el extranjero, logró un traslado al frente de guerra en Finlandia, bajo las órdenes del mariscal Mannerheim.

El año 1945 marcó un cambio radical en la vida de Ernst Saemisch, que describió como un giro maravilloso hacia la libertad, tanto en el arte como en su vida personal. En ese momento, Alemania comenzó a ver las últimas obras de artistas como Braque, Matisse y Picasso. Las autoridades de la ocupación francesa invitaron a un grupo de pintores alemanes, incluido Saemisch, a dos viajes de estudio por Francia, siendo él mismo el guía en el último de estos viajes. A pesar de las difíciles condiciones económicas que lo llevaron a cultivar tabaco en la casa familiar de Güntherstal para sobrevivir, Saemisch continuó pintando incansablemente, explorando infinitas variaciones sobre temas recurrentes y consolidando su estilo.

Durante este período, Saemisch realizó exposiciones en ciudades como Friburgo, Zúrich y Múnich. En 1955, decidió mudarse a Sommerhausen, un pueblo cerca del río Meno, donde encontró un entorno cotidiano sólidamente estructurado que inspiró cuadros de gran belleza. Buscaba lograr una mayor transparencia y revelar la armonía o el antagonismo de las fuerzas de la existencia a través de sus obras. Más allá de las preocupaciones figurativas, se entregó a explorar la estructura interna de sus pinturas. En este proceso de “realización”, encontró en Cézanne un compañero inspirador con el leitmotiv “Faire la musique devant la nature”, derivado del lema de Cézanne “faire l’ordre devant la nature”. Durante los inviernos, vivía en una torre medieval de la ciudad, donde la geometría de los techos fuera de su ventana inspiraba una expresión artística de gran abstracción y fuerza.

A veces interrumpe su estancia en Sommerhausen con largas excursiones a los severos cantos rocosos de los Alpes austriacos, donde recrea una fina abstracción a partir de las estructuras descubiertas en las rocas. “Siento el impulso de alcanzar el orden íntimo delas cosas; un orden anterior a toda estética; un orden relacionado con la genealogía del hombre.”

Atraído por la intensa vida cultural de Munich y la presencia de viejos amigos importantes, decide fijar su residencia en la ciudad. Expone en la galería Günter Francke y se involucra con la Sociedad de Amigos del Arte Moderno, dirigida por Franz Roh. Tras la resonancia que generó su ensayo sobre el libro “La mortalidad de las musas”, recibe múltiples invitaciones para escribir en revistas, periódicos y para la radio. Simultáneamente, asume la dirección del teatro recién fundado “Uraufführungsbühne” y escribe sobre arte.

Uno de los momentos decisivos en su vida ocurre durante una visita a museos en Munich, donde una exposición de Arte Precolombino lo cautiva por la intensa espiritualidad con que transfigura la existencia humana y la conecta cósmicamente.

En 1963, tras sufrir un grave infarto, contrae matrimonio con Gertrudis Zenzes, una mexicana, y se traslada a la “conmovedora tierra” de México. Aquí, inmerso en el encuentro con sus misterios, lleva una vida de retiro dedicada a la meditación y a la pintura. Radica en Valle de Bravo, Estado de México, donde construye su casa. En la arquitectura muy personal de esta casa, Saemisch experimenta con soluciones audaces que logran un ambiente de calidez y armonía. Sin pretenderlo, juega también con el tiempo: la Selva Negra de su niñez reaparece en los trazos geométricos de audaz cadencia que unen techos y ventanas. Además, están presentes la torre de Sommerhausen y el puente de mando del barco, evocados en los ventanales redondos.

En esta casa, crece su hijo Canek, quien se convierte en el centro de un gran amor, profunda devoción y respeto por parte de Saemisch, quien desea no interferir en su natural desarrollo. En Canek convergen los dos cauces de su herencia cultural: Alemania y México.

En esa casa también encontraron refugio los miles de libros que acompañaron a Ernst, algunos rescatados de los estragos de la guerra. Ferviente lector, la variada riqueza de su biblioteca manifestaba su libertad de espíritu: Homero, Virgilio, Dante, Shakespeare, Cervantes, Goethe y Tolstói siempre estuvieron presentes. A los autores más recientes se entregaba con la misma frescura que un adolescente haciendo nuevas amistades. En los últimos años de su vida, la ciencia se convirtió en una lectura fundamental: “su maravilloso devenir no ha destruido espacios de conocimiento, sino que con profunda inteligencia los ha integrado, lo que me conmueve y me da confianza para crear”.

La poesía y la música eran fuentes diarias de inspiración. Su colección discográfica abarcaba todas las épocas y estilos; sin embargo, a compositores como Palestrina, Du Fay, Monteverdi, Bach, Mozart y Schubert dedicaba una atención devota y continua.

Alternando entre su trabajo incansable en Valle de Bravo y en la Ciudad de México, así como en los cerros de Contreras, cada obra terminada era precedida por cientos de bocetos con los que se apropiaba de la temática. En su taller, vestido a menudo con un traje blanco de origen otomí, irradiaba un hálito de pureza, transfigurándose durante el proceso abstracto de la pintura.

En las soledades de la Tierra Caliente, entregado al poder del sol y enfrentándose al silencio de las ondulaciones montañosas, se limitaba a su caja de Tintas y Acuarelas para crear con “fuerza ardiente sometida a formas”.

Otras veces, un ruido conciso y seco lo saca de su ensimismamiento. Ya no hay sobresalto, pues se ha vuelto familiar: es la serpiente que pasa de largo. Desde entonces, durante años, lo persigue la imagen de la serpiente erguida. En múltiples bocetos va prefigurando la serie de cuadros (Pasteles, carbones, Tintas y Óleos de los años 1966-1970), realizando variaciones sobre el tema “El hombre y la serpiente”, donde el hombre duerme y la serpiente vigila. Estos cuadros poseen hondas implicaciones metafísicas, alimentadas por su devoción a la concepción del mundo prehispánico.

En la serie “La pesca maravillosa” se observa un hermoso tránsito desde representaciones figurativas del acto de pescar, con claras referencias como pescadores tensando redes, hasta la abstracción de la “pesca maravillosa”, donde múltiples formas geométricas pequeñas constituyen una alusión celestial.

La serie “Rejas” (1980-1981), realizada al Pastel, refleja un dramatismo explosivo. Tiene su origen en los vitrales góticos, que lo impresionaron desde joven: “Los colores, mi elemento vital, atrapados en los cristales de estructura rígida, tienen una vida tan inmensamente rica que pueden soportar e incluso superar las estructuras aprisionantes e inmisericordes del espíritu… En estos cuadros, las líneas negras, portadoras del ritmo del acontecer pictórico, exaltan la intensidad de los colores que emergen detrás o entre las rejas. No son prisioneros tras ellas… Las rejas funcionan como una forma de volver transparente la vida espiritual del mundo, como traspasar lo otro, lo diferente, lo ajeno”.

A partir de 1982, Ernst se establece nuevamente en la Ciudad de México. A pesar de su enfermedad avanzada, su intensidad espiritual y jovialidad no se han quebrantado. Su amigo y pintor Alfredo León le propone una muestra retrospectiva en el barrio de Tepito, donde impartía clases de pintura. Esta exposición significó para él “salir del estrecho círculo elitista del arte y, tal vez, el inicio de otra fase en mi larga vida”. Un viaje imprevisto del maestro Alfredo León impulsa a Ernst a hacerse cargo de la enseñanza del grupo de jóvenes pintores de este barrio. Asume como cometido fundamental despertar la confianza en la libertad de crear. A pesar de que la enfermedad avanza, Ernst dedica sus últimos meses de vida con gran cariño e ilusión a desplazarse semana tras semana hasta Tepito: “Trabajar como un anciano entre estos jóvenes es un gran regalo de la vida, por el cual estoy muy agradecido…”.

Por momentos, sin embargo, su mirada se ve dominada por la melancolía y su rostro muestra una expresión cargada del dolor del saber. Goethe se ha convertido en lectura imprescindible para él. Parece que se hermana con el poeta alemán en la ética del silencio, cuando ambos penetran en la zona inefable del conocimiento. Un apunte, significativamente tachado, dice: «Pero hay otra tristeza: por el dolor del mundo, la oscuridad y la muerte. De ella no pueden,
no deben hablar más que los poetas sublimes.»

Ernst trabaja en sus últimas pinturas, buscando el camino hacia la más profunda libertad. Utiliza Óleo y acrílico. Sin embargo, su trabajo se ve interrumpido por una grave crisis de salud que lo lleva al hospital.

Tras su regreso, retoma el pincel una vez más. Ha trascendido los límites anteriores. Inicia la serie “Cosmos” y logra lienzos inconclusos de una serena belleza que apuntan hacia una armonía donde el movimiento, paradójicamente, deja de serlo. Sin embargo, en el inicio de este nuevo viaje cósmico, la muerte lo interrumpe.

Gertrudis y Carla Zenzes